Cuando llegó a casa se encontró en la mesa del salón una
bolsa de regalices rojos, de esos de rueda que tanto le gusta desmontar y comer
lentamente.
Se cambió deprisa y saltó al
sillón para sacar uno y degustarlo despacio.
Una sonrisa bailó en sus labios, eso era justo lo que
necesitaba. El día había sido agotador y
ese regaliz era mejor que una tableta de vitaminas.
¿Cuántas veces le habían dicho “te daré la luna”? No sabría decirlo. Pero esa bolsa de regalices, las tostadas en
su punto justo, las caricias en el cuello, su música cuando está triste, un
abrazo en silencio mientras se ve llover… esa era su luna. Y esa, solo uno se la había traído.
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